Era preciosa, era brillante...
era mi musa,
aunque eso ella todavía no lo sabía.
No podía dejar de mirarla
Era la persona más infeliz que había conocido jamás,
por eso que dicen de que quién más ríe
es quién más sufre,
pero bendito sufrimiento
que la hacía reír para mis oídos.
Sus piernas eran una señal luminosa que me advertían del peligro,
a la vez que me invitaban a trepar por ellas.
Su pelo caía por sus hombros como una cascada de la más fina seda que jamás había visto.
Andaba sobre las nubes de mi mente con más armonía que una obra de Mozart.
Pero sus ojos,
esos ojos comunes que ella tenía,
no eran como otros cualquiera.
En sus ojos marrones fue donde aprendí,
que no es el color de los ojos,
sino la mirada,
lo que te hace perder la cabeza.
Siempre había intentado descubrir qué sufrimiento había tras esos ojos,
qué escondían,
si querría compartir su vida conmigo.
Jamás lo supe,
ella nunca dejaría que un vulgar poeta como yo,
descubriera el interior de tal musa como ella.
Yo sabía que ella escondía una mente brillante,
llena de sentimientos que jamás mostraría,
llena de ideas brillantes que no querían se sacas de su cabeza,
sino que querían quedarse a vivir ahí
porque estaba loca,
y su locura me tenía loco.
Y eso que ella decía que su cabeza era un mal lugar para vivir.
Estoy de acuerdo, yo me quedaría a vivir en sus labios cereza.
Tenía tantas cosas dentro de su cabeza,
encerradas por su pasado,
que cada vez que la veía morderse el labio,
me daban ganas de arrancarle todo aquello que su boca quería pronunciar.
Soñaba con un mundo diferente donde el amor siempre ganaba
y no hubiera corazones rotos como el suyo,
yo lo sabía.
Pero si no empezaba a amarme ya,
mi corazón se rompería en mil pedazos.
Ella sabía que amaba,
yo se que ella amaba,
aunque también se,
que ella quería ser amada.
Y estaba de suerte,
porque tenía de la mano a alguien que la amaba.
Y también me tenía a mi.
Yo la amaba como se ama lo inalcanzable,
en silencio,
por qué quizás sería un error interrumpir su silencio con algo menos valioso, mi amor.
Recuerdo como sonaba su voz cada vez que me dirigía la palabra.
Recuerdo cada momento como si fuera lo más valioso de mi vida.
Y hasta cansada era preciosa,
por que cada mañana que la veía
me parecía más bonita que el día anterior.
El día que tropecé con su boca,
sabor a gloria,
supe que jamás me había equivocado sobre ella,
que era tal y como la había imaginado,
que era la chica de mis sueños y
que me estaba curando las heridas del pasado
mientras me llenaba el corazón de esperanza en forma de saliva.
Pero ahí si me equivoqué.
Ella me juro
y me perjuro que lo sentía,
que había sido un error...
pero qué error más bonito.
Me confesó que me quería
pero dijo que amaba a otro,
que era amada por otro.
Y que yo jamás podría amarla como ella necesitaba.
Estaba equivocada y aún así la dejé ir porque,
podía amarla como ella necesitaba,
pero yo solo podía ofrecerle mi amor en versos
con color a Madrid de madrugada
y sabor a insomnio.
Cuando se separó de mis labios y apoyó su frente en la mía,
le pedí que me rompiera el alma,
que la rasgara,
que la arañara,
que la destruyera en mil pedazos
pero solo si después me amaba,
al menos,
la mitad de lo que yo la amaba a ella.
Se mordió el labio y se separó de mi.
Sabía que jamás me respondería,
ni me correspondería.
Esa fue la ultima vez que la miré.
Jamás volví a mirarla a los ojos.
Ni ella a mi, ni yo a ella.
Tenia miedo de que se diera cuenta de que mi alma estaba rota,
como yo le pedí,
pero no me había amado.
Y podría olvidarla,
cerrar los ojos y no volver a ver aquel movimiento de sus caderas que ella tenía,
olvidar sus curvas y sus largas piernas,
incluso podría olvidar el sabor de su boca con otras,
pero nunca podría olvidarme de su mente.
Y si es verdad eso que dicen de que
de una mente no te libras, ni cerrando los ojos,
yo estoy condenado de por vida.